lunes, 22 de junio de 2009

Libre mercado y justicia social

Una visión desde el liberalismo

Ya argumenté en alguna ocasión por qué los liberales creemos en el Estado, aunque bien es cierto que unos más que otros. También puse de manifiesto mi visión personal sobre lo que debería ser la izquierda y sobre la aparente contradicción entre ser de izquierdas y liberal, así que allá me remito para quienes deseen contextualizar mi punto de vista sobre la ración, espero que con fundamento, que hoy les sirvo.

El otro día, al hilo de una entrada aparentemente intrascendente, el señor Ridao, poeta profesional y economista aficionado -¿o era al revés?-, e ilustre visitante de esta modesta taberna, puso sobre el mostrador lo que él considera el gran fallo de la economía de mercado: la injusta distribución de la riqueza. De su comentario se derivaron otras reflexiones que acabaron en un guante dialéctico lanzado a la cara de un servidor. Y como uno no es un cobarde, aquí estamos, al alba y con tiempo duro de levante, manda huevos -¿de qué me sonará a mí esto?-, dando la réplica, o eso espero, a la entrada del mismo título que el pendenciero Ridao habrá colgado exactamente a la misma hora por estos andurriales.

Para empezar, habría que aclarar que el liberalismo no es una teoría económica, sino fundamentalmente una doctrina política que, obviamente, termina afectando a la manera de concebir las relaciones interpersonales, de definir los límites de actuación del Estado o de entender las reglas de juego de la economía. Por ello, hay que tener cuidado con las etiquetas, porque decir liberal a secas es no decir mucho.

Pero, desenvainando ya la espada, ¿qué es el libre mercado? Normalmente, este concepto se asocia a lo que los economistas llamamos mercado de competencia perfecta, que no es más que un modelo ideal que nos sirve para identificar cuánto se aleja la realidad de lo deseable y en el que se cumplen fundamentalmente tres condiciones. Libre concurrencia, que implica la existencia de tal cantidad de agentes económicos, vendedores y compradores, que ninguno de ellos puede influir en el mercado, ni fijando las cantidades intercambiadas ni los precios. Producto homogéneo, para que al consumidor le resulte indiferente comprar el bien a uno u otro productor, de tal forma que si una empresa elevara el precio por encima del de mercado, el consumidor dejaría de comprarle por tener disponibles otras alternativas. Información perfecta, que implica el conocimiento por parte de los agentes económicos de los precios de todos los productos y factores de producción, sus características y sus posibles sustitutos.

No parece existir controversia entre los economistas respecto de que el libre mercado sea la manera más eficiente de producir, pero ¿es la más justa? Lo que define la bondad de un mercado, como forma de organizar la producción y los intercambios económicos, es el grado de eficiencia con el que crea riqueza. Y el libre mercado es, no sólo el más eficiente, sino el más justo objetivamente. Remunerará a cada agente económico en función de la utilidad que sus resultados aporten a los demás miembros de la sociedad, sin distinguir entre una persona que, por ejemplo, no sepa leer porque no ha querido aprender, y otra que no haya tenido la oportunidad de hacerlo. Tan solo constatará en forma de mayor renta que, en términos generales y para un sector dado, un ciudadano formado y que ofrece al mercado, a los ciudadanos en definitiva, lo que el mercado quiere, es merecedor de mayor recompensa. Cuestión bien distinta es la llamada justicia social, que no atañe al mercado porque se sitúa en otro plano, paralelo, incluso previo si así lo prefieren, pero en todo caso distinto. Exigir al mercado que tenga en cuenta las desigualdades, en origen o sobrevenidas, haciéndole distinguir entre las voluntarias y las azarosas, es como curar la ceguera a la justicia. Pero aterricemos. ¿Qué ocurre cuando el mercado se aleja de las características ideales antes descritas? ¿Y qué hacemos con aquellos ciudadanos cuyas rentas son escasas o nulas?

En cuanto a lo primero, parece claro que las desviaciones de los mercados reales respecto del modelo de competencia perfecta deberían ser corregidas por la acción del Estado. Si hubiese oferentes capaces de influir sustancialmente en el mercado -monopolio, oligopolio, monopsonio...-, hasta el punto de anular la libre concurrencia; o si a los consumidores se les dificultase el acceso a una información suficiente sobre los bienes y servicios que se intercambian, el Estado debería legislar para corregir esas desviaciones. Regular, pero no intervenir. No es lo mismo vigilar que no existan pactos colusorios o abusos a los consumidores, que fijar precios, subvencionar productos que no son competitivos, practicar el proteccionismo o usar los impuestos para generar demanda artificial.

Respecto de lo segundo, cabría distinguir entre aquella desigualdad resultado del esfuerzo -o de la falta de esfuerzo-, de las elecciones personales del ciudadano, y aquélla que es fruto del azar -nacer en una familia pobre, enfermedades, ...-, o del talento innato. Es decir, entre las causas endógenas y exógenas de la desigualdad en la distribución de las rentas. Parece claro que las desigualdades provocadas por las primeras deben ser asumidas exclusivamente por el individuo afectado, pero ¿debe la sociedad compensar las provocadas por las segundas? Y si debiera ser así ¿cómo identificar ambas situaciones? ¿cómo estar seguros de quién es el vago y quién el desafortunado? ¿todo el azar debe ser compensado o sólo aquél que no se derivó de una elección libre previa? Todas estas cuestiones y muchas más están claramente relacionadas con el concepto de justicia social, y sus respuestas no son tan evidentes como pudieran parecer, pero desde luego, nada tienen que ver con el libre mercado. En todo caso, puestos a hacer una reflexión sobre la mejor forma de repartir la tarta, primero debería haber tarta y, sin duda, la más grande la cocina el libre mercado.

Y para finalizar -si has llegado hasta aquí, o eres de la familia, o eres tan rarito como yo-, un caso de éxito, como dicen en las escuelas de negocio para pijos. Aquéllos que asocian libre mercado con injusticia social, sensu contrario, deberían asociar mercado intervenido con posibilidad de justicia social. Pero el mercado más intervenido y alejado de la libre concurrencia, con enorme diferencia, es el financiero. Hay pocos oferentes (entidades financieras previamente autorizadas y controladas por las autoridades); el precio (tipo de interés) del bien (dinero, productos financieros) está fijado artificialmente, así como las cantidades a intercambiar (base monetaria, coeficiente de caja); su sofisticación provoca una enorme asimetría en la información disponible para los consumidores. ¿Les suenan este escenario y sus resultados?


5 comentarios:

José Miguel Ridao dijo...

Ya me gustaría ser poeta profesional, Tato, entonces estaría ahora en una tumbona componiendo versitos, media horita diaria, y el resto del tiempo lo dedicaría a inspirarme. La cruda realidad es que debo enseñar Economía y escribir libros de texto, lo que me lleva mucho más tiempo.

He de reconocerte que haces una brillante argumentación de tu postura, y estoy de acuerdo contigo en algunas cosas, incluso me estás saliendo un poco keynesiano. Lo de liberal, como bien dices, es más bien una opción política. Yo no he utilizado argumentaciones teóricas, pero corro a mi cuaderno que voy a poner un P.S. que te vas a cagar.

Nos vemos luego, amigo Tato.

Juanma dijo...

Me coges con prisa, esta tarde te leo.
Pero vamos, que pienso decirte lo mismo que al Ridao.

Ya os vale a los dos con las economías...

Abrazos.

Jesús Cotta Lobato dijo...

Coincido con er Tato en que el intervencionismo desorienta al ciudadano y lo vuelve incapaz de saber qué debe hacer para prosperar. Si un día decide invertir en peras, el gobierno de pronto les retira la subvención a las peras y se las da a las brevas. Un abrazo.

José Miguel Ridao dijo...

Pues que subvencione los higos, verás qué contentos se ponen todos (y no todas).

Capitán dijo...

Tato, permíteme que visite tu casa, y así de paso dejamos a Miguelito con un comentario menos.

Os veo a ambos suavecitos, si escarbo en vuestros argumentos os veo muy cerca, muy cerca, me parece a mi que ambos estáis en lo políticamente correcto, si fuese un buen debate sería de esperar cuando menos una nariz rota.

Un abrazo y muy buena entrada